Los hay quienes ubican todos los problemas del realismo en la relación palabra-cosa. Esto es, en el clásico callejón sin salida de la Representación. Pareciera que el único obstáculo que impide una exitosa instauración de una única teoría de la realidad es la eternamente molesta concretud, ese estar restringido a una delimitada posición en el mundo de la cual lo más deseable sería escapar.
El realismo especulativo es un movimiento filosófico contemporáneo, pero no hay en sus filas una “escuela” caracterizada por un pensamiento homogéneo o una comunidad de método. Lo que sí hay es un desbordado entusiasmo hacia las ciencias por algunos de sus defensores como Ray Brassier al que nos referiremos más específicamente.
Uno de los problemas fundamentales contra el que se topa este tipo de realismo es el del correlacionismo, que une mundo y hombre a través del conocimiento. A diferencia de lo que se defendía en la Ontología Antigua, las facultades no están de antemano dotadas de la capacidad para representar el mundo cual espejo, de acceder sin más a la verdad absoluta por el sólo ejercicio del escrutinio reflexivo o racional. Me parece, sin embargo, que la preocupación por el desmantelamiento del correlacionismo como eje central del realismo especulativo es excesiva en cuanto se le quitan las pretensiones cientificistas a la filosofía. ¿Cómo es que puede la sola consideración de la intervención del aparato cognoscitivo-perceptivo de la subjetividad plantear una dificultad casi insorteable a la hora de afirmar la existencia de una realidad independiente de la mente humana? Siguiendo la lógica de algunas filosofías, aceptar que nosotros somos la condición de posibilidad para la aparición de las cosas en tanto tales implica el cuestionamiento severo de que estas puedan darse sin nosotros. Sin embargo el correlacionismo como transcendentalidad subjetiva no desemboca en ningún momento, a través de alguna deducción necesaria, en la eliminación de aquello que consideramos como lo real. Para Brassier y muchos filósofos de su calaña, que intentan justificar a las ciencias ante cualquier cuestionamiento crítico, el correlacionismo supone una traba tan enorme porque sólo se vislumbra un lado de una relación doble: la trascendentalidad subjetiva que, efectivamente como supuesto, no es ella misma justificada, y no se le atribuye apenas importancia a la mundanidad trascendental que es condición misma para la constitución de cualquier tipo de subjetividad.
Un realismo puede ser perfectamente correlacionista o no tener problemas por adoptar alguna epistemología similar, pero no un realismo que aboga por el predominio de un solo modo de representación unilateral, como lo es el alimentado por los sueños de la Razón en tanto instancia plenamente objetiva, plenamente configurada por sí misma. Este tipo de pensamientos siguen definiéndose por viejos falso-problemas sin considerar los apuntes de las nuevas filosofías.
Filósofos como Brassier pretenden, con una metafísica de dudosa genética, sustentar la realidad exo-subjetiva en términos de la ciencia contemporánea. Honorable pretensión, sin duda, dado el fracaso que la ciencia siempre experimenta para fundamentarse a sí misma, aunque no creemos que este requisito filosófico le sea necesario. Lo curioso es que hablar de la ciencia en nuestros días se ha vuelto sumamente pertinente en tanto estamos imbuidos en sus vaivenes. Dado esto, lo más esperado sería aceptar sus procesos como máquinas precisas de conocimientos, la demostración de que el acercamiento progresivo con aquello fenoménico que siempre nos rebasa es posible. Sin embargo, muchas veces la filosofía, o más bien, la reflexión metateórica hecha por muchos estudiosos de la filosofía, tiende a precipitarse hacia los pretendidos logros de la actividad científica sin detenerse antes a contemplar la maquinaria misma que está entrando en juego. Es decir, el metateórico de las ciencias cree tener ante sí una ciencia unificada, regida por un sólo modelo de actividad purificada del mundo cotidiano y controladora absoluta de la experiencia. Sin embargo, hoy mas que nunca es imposible hablar de La Ciencia sin recurrir a la disparidad que se teje entre cada uno de los campos estudiados, entre cada disciplina y sus estrategias, entre cada concepción del mundo. Hoy más que nunca, el campo de lo científico se encuentra agrietado, con poca cantidad de consensos fuera de los que se dan en el seno mismo de las instituciones.
Destaquemos además que el modelo último de aquella ciencia a la que se alude muchas veces es el presumido por las neurociencias, sin tomarse en cuenta que, desde el núcleo mismo de los criterios cientificistas y su proyecto de unificación/normativización epistemológica, estas ni siquiera están construidas a partir de bases completamente inamovibles. Es más, no se necesita un examen demasiado exhaustivo para darse cuenta de que su conceptualización es más bien endeble.
Peor aún, este tipo de filósofos sigue obsesionado con diferenciar tajantemente los saberes con miras a enaltecer a uno sobre el otro. Tal es el caso de Brassier cuando, tutelado por Sellars, denuncia la proliferación de una llamada “metafísica folclórica” en la filosofía, en contraste con la “bien legitimada” reflexión teorética “metafísica” que caracterizaría a las ciencias.
Muchos discursos entran en disputa directa con lo que ha tenido a llamarse “Filosofía Continental” ubicados fijamente desde una sola trinchera: la trinchera de la razón y la claridad de la filosofía anglosajona cuya antorcha redentora es la Ciencia (o más bien, el espejismo de una ciencia). Nos resuenan viejas discusiones como aquella que sostuviera Carnap contra Heidegger (y no es que sienta una especial admiración ante este último), donde el diálogo deviene un monólogo más bien estéril que trata solamente de convertir al otro en su postura, descalificando a priori cualquier tipo de argumento que no case con la posición desde la que se parte. Brassier se comporta de una manera groseramente similar, interpretando (sí, interpretando) burdamente no sólo enunciados, sino filosofías enteras como las de Deleuze y Latour, calificándolas directamente como “posmodernas” sin someter a crítica previamente el uso despectivo de este mote. Ello hace que cualquier observación crítica decaiga y nos permita verla como sólo una lectura burda y superficial que acaba por convertir a Deleuze en un panpsiquista ingenuo y a Latour en un sociologista exacerbado.
El artículo de Ray Brassier Concepts and Objects es un campo ampliamente fecundo para quien busca entretenerse con los argumentos de un cientificismo metafísico que no acaba por olvidar sus fantasmas de la época de oro de principios de siglo XX, cuando las pretensiones por unificar el conocimiento desde, con y por la Ciencia parecían tener facticidad.
Para finalizar y no extender mucho el presente comentario, aún habiendo material para ello, tomar distancia y cautela respecto a la representación, actitud que ha caracterizado a la filosofía contemporánea, implica para Brassier un retroceso respecto a los avances de la ciencia, una cognofobia puesta de moda por una extrema e ingenua humanizacion de la filosofía. No sólo le basta homogeneizar y reducir toda la multiplicidad de críticas de este supuesto antropomorfismo idealista (posición bastante criticada también desde estas supuestas “pseudofilosofías” posmodernas), sino que además hace una exaltación del conocimiento y el pensamiento como si a estos hubiera que medirlos únicamente en términos de una Razón enquistada en el espejismo de la ciencia. Si poner en cuestión la máxima jerarquía de la racionalidad tecnocrática implica temerle al conocimiento, no es de extrañarnos que muchos miren hacia otros lados y se tome a algunos estudiosos de la filosofía como predicadores de una ciencia cada vez más cuestionada, o como siervos fieles que emplean sus esfuerzos en rellenar los vacíos explicativos que la ciencia va produciendo en sus procederes.