I. Por una genealogía desde la Edad Media.
«Hay que hablar del fantasma, incluso al fantasma y con él, desde el momento en que ninguna ética, ninguna política, revolucionaria o no, parece posible, ni pensable, ni justa, si no reconoce como su principio el respeto por esos otros que no son ya o por esos otros que no están todavía ahí, presentemente vivos, tanto si han muerto ya, como si todavía no han nacido.»
─J. Derrida, Espectros de Marx
Es difícil concebir la Edad Media sin prejuicios “negativos”, sin verla como un espacio-tiempo hostil al Conocimiento (con “c” mayúscula) lleno de supersticiones (religiosas o no), estancamiento, ignorancia y dogmatismo. Y esto no nos sorprende al considerar el impacto de una Iglesia hegemónica, absoluta y tiránica en el ambiente intelectual de aquella época. Sin embargo, esta concepción pesimista de la Edad Media también ha tenido su propia historia, pues surgió con el Renacimiento (la Gran Ruptura) y sus necesidades de violentar su pasado, de deslegitimarlo para así afirmar con mayor fuerza su presente. No diremos aquí que ésta es una visión del todo errónea de la Edad Media, pero sí que nos parece un tanto dura y que es un obstáculo para comprender mejor el legado de una época crucial para Occidente pero que a su vez es muy poco comprendida.
A dichos prejuicios debemos sumarles las serias dificultades metodológicas a las que se suele enfrentar el investigador que intenta reconstruir este horizonte histórico, pues aunado a que nuestros estudios siempre contendrán sesgos subjetivos y será completamente imposible formular una interpretación “auténtica”, los textos originales producidos en este periodo, o bien son poco accesibles para nuestra categorías (por lo que corremos el peligro de tomarlos como simples supercherías), o bien son demasiado numerosos en conjunto como para descifrarlos en un corto periodo de tiempo.
Con todo, en la actualidad la Edad Media empieza a ser reivindicada y convoca muchos adeptos a su estudio, apenas estamos empezando a querer entenderla. Si he recurrido al análisis de Le Goff (Los intelectuales en la Edad Media, véase mi post anterior) fue debido a que colocó en la mesa de discusión una gran variedad de cuestiones que no son abordadas por los estudios teóricos más canónicos sobre el pensamiento medieval; esbozó, por ejemplo, el complejo ambiente universitario que a muchos nos era totalmente desconocido y que permeaba y complementaba los argumentos agustinianos, tomistas o de cualquier pensador de la época. Le Goff acertó además al ponernos en contacto con personajes al margen de la acostumbrada Historia Medieval, como la extraordinaria pareja de Abelardo y Eloísa, considerando a la par fuentes textuales y el entorno cultural en torno al sexo, el amor y el conocimiento, es decir, el ámbito colectivo cotidiano que no queda expresamente fijado en los escritos. En este notable estudio aparecen incluso los misteriosos goliardos para mostrarnos una forma extraña de contrapoder. Vemos cómo la universidad nace política, y siempre oscilando entre el servilismo y la crítica (y así nos despedimos de los repetidos clichés que apuntan a las universidades como cuna auténtica de la resistencia).
Sin embargo, no podemos quedarnos solamente con el análisis del intelectual que hace Le Goff, quien insinúa una suerte de “éxodo intelectual”, una paradoja en el mismo núcleo de las universidades. Según el francés, las universidades, desde su condición inicial como escuelas del espíritu, habrían sido convertidas en centros de reunión y formación de intelectuales “orgánicos” exclusivamente, serviles a los intereses de la Iglesia y futuros funcionarios de la institución; incluso atribuye la “decadencia del intelectual” a este motivo. Pero a mi parecer al asumir tal cosa se presupone que el intelectual se sometió finalmente al poder, al deseo de dinero y fama, cediendo todo su interés y vocación a cambio. Estos supuestos, erróneos, implican la disociación definitiva entre la universidad (“orgánica”) y el intelectual (“crítico”) en quien recaerían todas las virtudes y casi ningún vicio. Pero esto no es tan sencillo en realidad: es cierto que hubo muchos pensadores que se consagraron enteramente a la teología, la doctrina de la Iglesia; pero también hubo muchos universitarios (consagrados a las Artes) que prefirieron ignorarla. No podemos echar a todos en un mismo saco y decir que sólo se aspiraba al dinero o al reconocimiento, sin reconocer que había quienes optaban por placeres que la Iglesia no concedía, el placer del “quedémonos aquí para disfrutar de los sabores de la sabiduría”.
Una nueva actitud se perfila más allá de todo lo que sostiene Le Goff: el ideal de la vida filosófica, expresión que retomo y subrayo del estudio Pensar en la Edad Media de Alain de Libera Y es la elección de esta vida filosófica donde se desborda cualquier análisis exclusivamente sociológico, pues la sociología suele omitir el carácter interno de los saberes que se van produciendo o subordinarlos a las circunstancias contextuales, ya sea el contenido de los primeros estudios sobre lógica, las grandes especulaciones teológicas, las teorías de significado, la sofisticación de la argumentación retórica y la disertación o el cultivo de la música. Nosotros desviamos la mirada de lo plenamente social a lo teórico, eso sí, asumiendo, junto a Michel Foucault, que algunas epistemes están íntimamente ligadas a la voluntad de poder de una época determinada, pero que ellas mismas también presentan oportunidades para escapar de las estrategias controladoras de las instituciones.
Todos estos saberes, fuera y dentro de la Institución, son interesantes más allá de las circunstancias. Somos libres en la medida en que la historia nos lo permite. Pero esto no quiere decir que estemos completamente determinados; podemos liberarnos pensando de otras maneras a lo que la historia supuestamente nos conduce. Para ello, sobre todo debemos estar al tando de cuáles elementos nos configuran (por así decirlo) y en qué momento se originaron. La Edad Media es el caldo de cultivo para nociones bastante modernas: la tradición cristiana aún se mantiene en nuestros días, al igual que el extraño modo de organización urbana (que arrastra consigo cambios radicales en las formas que tenemos de relacionarnos con los otros, de percibir el espacio, de orientar nuestras actividades, valores, etc), al igual que los estados-nación y las universidades (incluso hemos adoptado la estructura básica de los programas y la forma de docencia medievales con muy pocas variaciones). Conocer todo esto no implica conocer el Origen (Ursprung) que determinará toda nuestra existencia, ni para aceptar el estado de cosas actuales. La importancia de conocer nuestra historia es más bien para desmitificar lo que a primeras concebimos como presente, para encontrar que el mundo no siempre ha sido tal y como lo (des)conocemos y que es posible pensar de otras maneras: hubo un momento determinado de gestación bajo circunstancias determinadas (contingentes y no necesarias, pues hoy ya no son las mismas) cuyo rastro continúa presente en nuestras prácticas y creencias más intuitivas, más “naturales”. Dijimos que no estamos completamente determinados, pero la libertad tampoco nos viene dada en estado acabado. La libertad hay que ejercerla, hacer de ella una práctica.
El planteamiento de Pensar en la Edad Media sigue un desarrollo muy similar, aunque a simple vista no lo parezca: rescata aquellos modos de pensamiento que implicaban una práctica, una vida filosófica (aún dentro de las universidades) que representa una ruptura respecto a las sujeciones más estrictas de la Gran Institución de aquella época, de la Gran determinación histórica, la Iglesia. Sin embargo, el estudio de Le Goff es invaluable para plantearnos en términos de relaciones de poder el campo en el que estas nuevas concepciones se iban tejiendo. Tanto uno como otro enfoque son complementarios, ambos nos permiten articular una genealogía del intelectual muy completa (en el ejemplo de mi lectura de la resistencia mediante el pensar-actuar-decir). Estar al tando de la gran cantidad de elementos políticos, sociales, epistemológicos, axiológicos, etc. que nos enseñan estas obras, nos permitirán trazar líneas desde aquel remoto pasado hasta nuestros días para incorporarlas al dibujo de nuestro presente. ¿A qué obstáculos se tuvieron que enfrentar los intelectuales, que resistencias encontraron (tanto aquellos que habitaban tanto dentro como fuera de las instituciones)? ¿Cuáles eran sus determinaciones históricas y cuáles sus líneas de fuga? ¿De dónde provenía el “otro pensamiento” que les permitió concebir prácticas distintas y nuevas formas de subjetividad? ¿Qué legados conforman las nuestras? ¿Qué alternativas son capaces de sugerirnos?