26.1.12

Espectros de la Edad Media: El intelectual "anómalo" (Parte II)

I. Por una genealogía desde la Edad Media.




  «Hay que hablar del fantasma, incluso al fantasma y con él, desde el momento en que ninguna ética, ninguna política, revolucionaria o no, parece posible, ni pensable, ni justa, si no reconoce como su principio el respeto por esos otros que no son ya o por esos otros que no están todavía ahí, presentemente vivos, tanto si han muerto ya, como si todavía no han nacido.»



─J. Derrida, Espectros de Marx





Es difícil concebir la Edad Media sin prejuicios “negativos”, sin verla como un espacio-tiempo hostil al Conocimiento (con “c” mayúscula) lleno de supersticiones (religiosas o no), estancamiento, ignorancia y dogmatismo. Y esto no nos sorprende al considerar el impacto de una Iglesia hegemónica, absoluta y tiránica en el ambiente intelectual de aquella época. Sin embargo, esta concepción pesimista de la Edad Media también ha tenido su propia historia, pues surgió con el Renacimiento (la Gran Ruptura) y sus necesidades de violentar su pasado, de deslegitimarlo para así afirmar con mayor fuerza su presente. No diremos aquí que ésta es una visión del todo errónea de la Edad Media, pero sí que nos parece un tanto dura y que es un obstáculo para comprender mejor el legado de una época crucial para Occidente pero que a su vez es muy poco comprendida.

A dichos prejuicios debemos sumarles las serias dificultades metodológicas a las que se suele enfrentar el investigador que intenta reconstruir este horizonte histórico, pues aunado a que nuestros estudios siempre contendrán sesgos subjetivos y será completamente imposible formular una interpretación “auténtica”, los textos originales producidos en este periodo, o bien son poco accesibles para nuestra categorías (por lo que corremos el peligro de tomarlos como simples supercherías), o bien son demasiado numerosos en conjunto como para descifrarlos en un corto periodo de tiempo.

Con todo, en la actualidad la Edad Media empieza a ser reivindicada y convoca muchos adeptos a su estudio, apenas estamos empezando a querer entenderla. Si he recurrido al análisis de Le Goff (Los intelectuales en la Edad Media, véase mi post anterior) fue debido a que colocó en la mesa de discusión una gran variedad de cuestiones que no son abordadas por los estudios teóricos más canónicos sobre el pensamiento medieval; esbozó, por ejemplo, el complejo ambiente universitario que a muchos nos era totalmente desconocido y que permeaba y complementaba los argumentos agustinianos, tomistas o de cualquier pensador de la época. Le Goff acertó además al ponernos en contacto con personajes al margen de la acostumbrada Historia Medieval, como la extraordinaria pareja de Abelardo y Eloísa, considerando a la par fuentes textuales y el entorno cultural en torno al sexo, el amor y el conocimiento, es decir, el ámbito colectivo cotidiano que no queda expresamente fijado en los escritos. En este notable estudio aparecen incluso los misteriosos goliardos para mostrarnos una forma extraña de contrapoder. Vemos cómo la universidad nace política, y siempre oscilando entre el servilismo y la crítica (y así nos despedimos de los repetidos clichés que apuntan a las universidades como cuna auténtica de la resistencia).

Sin embargo, no podemos quedarnos solamente con el análisis del intelectual que hace Le Goff, quien insinúa una suerte de “éxodo intelectual”, una paradoja en el mismo núcleo de las universidades. Según el francés, las universidades, desde su condición inicial como escuelas del espíritu, habrían sido convertidas en centros de reunión y formación de intelectuales “orgánicos” exclusivamente, serviles a los intereses de la Iglesia y futuros funcionarios de la institución; incluso atribuye la “decadencia del intelectual” a este motivo. Pero a mi parecer al asumir tal cosa se presupone que el intelectual se sometió finalmente al poder, al deseo de dinero y fama, cediendo todo su interés y vocación a cambio. Estos supuestos, erróneos, implican la disociación definitiva entre la universidad (“orgánica”) y el intelectual (“crítico”) en quien recaerían todas las virtudes y casi ningún vicio. Pero esto no es tan sencillo en realidad: es cierto que hubo muchos pensadores que se consagraron enteramente a la teología, la doctrina de la Iglesia; pero también hubo muchos universitarios (consagrados a las Artes) que prefirieron ignorarla. No podemos echar a todos en un mismo saco y decir que sólo se aspiraba al dinero o al reconocimiento, sin reconocer que había quienes optaban por placeres que la Iglesia no concedía, el placer del “quedémonos aquí para disfrutar de los sabores de la sabiduría”.

Una nueva actitud se perfila más allá de todo lo que sostiene Le Goff: el ideal de la vida filosófica, expresión que retomo y subrayo del estudio Pensar en la Edad Media de Alain de Libera Y es la elección de esta vida filosófica donde se desborda cualquier análisis exclusivamente sociológico, pues la sociología suele omitir el carácter interno de los saberes que se van produciendo o subordinarlos a las circunstancias contextuales, ya sea el contenido de los primeros estudios sobre lógica, las grandes especulaciones teológicas, las teorías de significado, la sofisticación de la argumentación retórica y la disertación o el cultivo de la música. Nosotros desviamos la mirada de lo plenamente social a lo teórico, eso sí, asumiendo, junto a Michel Foucault, que algunas epistemes están íntimamente ligadas a la voluntad de poder de una época determinada, pero que ellas mismas también presentan oportunidades para escapar de las estrategias controladoras de las instituciones.

Todos estos saberes, fuera y dentro de la Institución, son interesantes más allá de las circunstancias. Somos libres en la medida en que la historia nos lo permite. Pero esto no quiere decir que estemos completamente determinados; podemos liberarnos pensando de otras maneras a lo que la historia supuestamente nos conduce. Para ello, sobre todo debemos estar al tando de cuáles elementos nos configuran (por así decirlo) y en qué momento se originaron. La Edad Media es el caldo de cultivo para nociones bastante modernas: la tradición cristiana aún se mantiene en nuestros días, al igual que el extraño modo de organización urbana (que arrastra consigo cambios radicales en las formas que tenemos de relacionarnos con los otros, de percibir el espacio, de orientar nuestras actividades, valores, etc), al igual que los estados-nación y las universidades (incluso hemos adoptado la estructura básica de los programas y la forma de docencia medievales con muy pocas variaciones). Conocer todo esto no implica conocer el Origen (Ursprung) que determinará toda nuestra existencia, ni para aceptar el estado de cosas actuales. La importancia de conocer nuestra historia es más bien para desmitificar lo que a primeras concebimos como presente, para encontrar que el mundo no siempre ha sido tal y como lo (des)conocemos y que es posible pensar de otras maneras: hubo un momento determinado de gestación bajo circunstancias determinadas (contingentes y no necesarias, pues hoy ya no son las mismas) cuyo rastro continúa presente en nuestras prácticas y creencias más intuitivas, más “naturales”. Dijimos que no estamos completamente determinados, pero la libertad tampoco nos viene dada en estado acabado. La libertad hay que ejercerla, hacer de ella una práctica.

El planteamiento de Pensar en la Edad Media sigue un desarrollo muy similar, aunque a simple vista no lo parezca: rescata aquellos modos de pensamiento que implicaban una práctica, una vida filosófica (aún dentro de las universidades) que representa una ruptura respecto a las sujeciones más estrictas de la Gran Institución de aquella época, de la Gran determinación histórica, la Iglesia. Sin embargo, el estudio de Le Goff es invaluable para plantearnos en términos de relaciones de poder el campo en el que estas nuevas concepciones se iban tejiendo. Tanto uno como otro enfoque son complementarios, ambos nos permiten articular una genealogía del intelectual muy completa (en el ejemplo de mi lectura de la resistencia mediante el pensar-actuar-decir). Estar al tando de la gran cantidad de elementos políticos, sociales, epistemológicos, axiológicos, etc. que nos enseñan estas obras, nos permitirán trazar líneas desde aquel remoto pasado hasta nuestros días para incorporarlas al dibujo de nuestro presente. ¿A qué obstáculos se tuvieron que enfrentar los intelectuales, que resistencias encontraron (tanto aquellos que habitaban tanto dentro como fuera de las instituciones)? ¿Cuáles eran sus determinaciones históricas y cuáles sus líneas de fuga? ¿De dónde provenía el “otro pensamiento” que les permitió concebir prácticas distintas y nuevas formas de subjetividad? ¿Qué legados conforman las nuestras? ¿Qué alternativas son capaces de sugerirnos?

22.1.12

Espectros de la Edad Media: el "intelectual" anómalo (Parte 1)

Introducción. Ambigüedad del término.




Este ensayo pretende sugerir, además de una clave de lectura del intelectual medieval basada en un carácter anómalo y minoritario, que es posible pensar la intelectualidad de muchas maneras; es más, que es necesario repensarla. A mi parecer, esa figura tan presente en la escena de los tiempos pasados, el intelectual, atraviesa un momento de indeterminación que en cierto sentido podría resultar en una crisis interesante o desastrosa. 

Partimos de que el pensamiento se da desde una posición de colectivo en la que confluyen varios procesos, y por ello decidimos emprender el estudio de una época del pasado para trazar líneas de trayectorias (político-existenciales) que aún podemos reconocer en la actualidad. ¿Qué mejor momento que la Edad Media, a la vista del nacimiento de las grandes urbes que posteriormente dominarían el paisaje humano? ¿Qué mejor que recurrir a la época durante la cual una peligrosa máquina despótica pretendía el completo control sobre cuerpo y "mente" de los hombres? Habremos cumplido el objetivo de este ensayo si, al final de todo, contemplamos algún horizonte al que dirigir nuestra miradas para emprender la difícil tarea de pensar nuestro presente. 

El término “intelectual” es un término claramente moderno acuñado en el siglo XIX, pero que aún en nuestros días sigue resultando bastante ambiguo. ¿A qué debemos esta ambigüedad? Uno de los motivos de debate, por ejemplo, se da en referencia con las Instituciones y al pensamiento dominante, Nos vale distinguir entre estos esquemas dos clasificaciones; la primera señala que un “intelectual en el sentido fuerte” remite a un hombre que no sólo está inmiscuido en alguna labor del pensamiento, sino que además se dedica a la transmisión de sus investigaciones y que además generalmente es un magister en alguna escuela de la época. El sentido “débil” se utilizará para aquellos que también se sirven del conocimiento como medio de trabajo, pero carecen de roles preestablecidos siendo más bien indiferentes a sus fines. La segunda clasificación (Gramsci) distingue entre los intelectuales “orgánicos”, que están al servicio de las ideologías e instituciones dominantes, y los intelectuales “críticos” que se rebelan ante ellas.

Jacques Le Goff, fue el primero en utilizar este término para el estudio de cierto tipo de personaje habitante de la Edad Media apoyándose en el esquema gramsciano de la oposición entre el intelectual “orgánico” y el “crítico”. Le Goff creyó poder determinar para uno y otro, al menos en este periodo, unos contornos bien definidos o al menos más claros que los que rodean a esta figura en la actualidad: en la Edad Media el intelectual sería el maestro de escuela, quien tuviese por oficio pensar y enseñar su pensamiento. Según esta perspectiva, el intelectual habría estado siempre muy seguro de sí mismo, pues su caracterización habría sido otorgada por la enseñanza; sabio, profesor y pensador de oficio, él mismo se denominaba philosophus, en lugar de utilizar la entonces común palabra clérigo. Este intelectual habría sido al mismo tiempo expresión viva del humanismo cristiano de los siglos XII y XV.

Si los personajes concretos a los que remitiremos utilizaban expresamente la palabra filósofo, ¿por qué denominarlos intelectuales? Le Goff hace la distinción filósofos/intelectuales con tal de distinguir a los segundos de otros personajes referenciales en la Edad Media, los seguidores de Aristóteles, el Filósofo con F. ¿Por qué no denominarlos humanistas entonces? Porque sería difícil evitar la confusión del "intelectual medieval" con el sabio del Renacimiento, teniendo ambas figuras una significativa distancia. Sin embargo, con su definición tan delimitada, Le Goff acaba dejando fuera de este noble mote a muchos amantes de la sabiduría de esta época: los místicos, los poetas y los cronistas, por ejemplo. Le Goff creyó ver en esta figura del pensamiento una figura “bien definida sociológicamente”, y con esta prístina demarcación sociológica-estructural e histórica se justificaba para utilizar el término. A pesar de que, según su propia definición, la convergencia de los tan llamados intelectuales fuera sólo en torno a la vida académica, Le Goff aventura también como característicos ciertos rasgos de personalidad, para él inclinados a convertirse en manías o hábitos muy arraigados: el exceso de raciocinio, de sequedad o de crítica que hacían de nuestros intelectuales destructores de sistemas, personajes como Santo Tomás, san Buenaventura o Siger de Bravante.

El libro entero de Le Goff, Los intelectuales en la Edad Media, es un intento por retratar la gestación y vida de este tipo de hombres, originados en el seno de las escuelas urbanas del siglo XII y las posteriores universidades; trabajadores del pensamiento, críticos del escolasticismo, opositores al dogmatismo de la Iglesia, reformuladores de los programas de estudio, creadores de muchas cosmovisiones completamente atípicas, de nuevas categorías con las que aprehender el mundo y nuevas éticas. Compartiendo con Le Goff, creemos que el intelectual es uno de los elementos cruciales para explicar los diversos rumbos del desarrollo europeo que se hicieron presentes en el medioevo y que aún continúan permeando nuestras sociedades.

Hasta ahora parece ser que está claro: el intelectual puede definirse junto al nacimiento de la profesionalización de la enseñanza (es decir, podría distanciarse del historiador, del teólogo, del místico... ); pero ¿no es acaso esta definición tan sencilla que podemos acusar al análisis entero de Le Goff por ser en algún modo reduccionista? La preponderancia del marco social pretende dar cuenta por sí mismo de los intercambios dircursivos del saber, de la riqueza de las influencias entre distintas escuelas, del coraje del que tuvieron que inflamarse estos intelectuales para abrirse camino en una sociedad dominada por instituciones que se erigían como las únicas autoridades poseedoras de la verdad, viéndoselas con el desprecio y con acuerdos políticos injustos. Finalmente, pareciera que el mismo Le Goff infravalora el papel de las universidades, descuidando la heterogeneidad de relaciones que florecían entre éstas y los mismos intelectuales que se rebelaban contra ellas. Muchas cosas quedan sin abordar en su estudio, mientras que la complejidad del pensamiento parece querer reducirse únicamente a factores sociológicos como el crecimiento de las ciudades, la división del trabajo y el corporativismo a las nuevas instituciones. 

Es cierto que son muchos los temas en los que ahonda el autor o menciona como contexto diario del intelectual, que dichas variables situacionales pueden ser vistas como condiciones de posibilidad para cierto pensamiento. Es cierto que la investigación y el nuevo enfoque de Le Goff dieron paso a una nueva perspectiva sobre las interrelaciones entre el pensamiento y las estructuras sociales, dejando ver una nueva dimensión histórica de la Edad Media y Occidente; pero también es cierto que muchos pensadores de esta época quedaron desestimados por la selección sociológica aparentemente objetiva de Le Goff. La virtud del estudio de este francés recae en la valoración de las relaciones saber-sociedad, pero para nosotros continúa mostrándose un tanto raquítico. Lo que trataremos posteriormente será polemizar, con la ayuda de autores del presente, y minar esa distinción entre intelectual y no-intelectual que ya no resulta ser tan clara ni en la Edad Media como se presumía; y en esta tarea veremos como poco a poco la misma Edad Media y las interecciones que se despredieron de ella parecen volverse más complejas.