Introducción. Ambigüedad del término.
Este ensayo pretende sugerir, además de una clave de lectura del intelectual medieval basada en un carácter anómalo y minoritario, que es posible pensar la intelectualidad de muchas maneras; es más, que es necesario repensarla. A mi parecer, esa figura tan presente en la escena de los tiempos pasados, el intelectual, atraviesa un momento de indeterminación que en cierto sentido podría resultar en una crisis interesante o desastrosa.
Este ensayo pretende sugerir, además de una clave de lectura del intelectual medieval basada en un carácter anómalo y minoritario, que es posible pensar la intelectualidad de muchas maneras; es más, que es necesario repensarla. A mi parecer, esa figura tan presente en la escena de los tiempos pasados, el intelectual, atraviesa un momento de indeterminación que en cierto sentido podría resultar en una crisis interesante o desastrosa.
Partimos de que el pensamiento se da desde una posición de colectivo en la que confluyen varios procesos, y por ello decidimos emprender el estudio de una época del pasado para trazar líneas de trayectorias (político-existenciales) que aún podemos reconocer en la actualidad. ¿Qué mejor momento que la Edad Media, a la vista del nacimiento de las grandes urbes que posteriormente dominarían el paisaje humano? ¿Qué mejor que recurrir a la época durante la cual una peligrosa máquina despótica pretendía el completo control sobre cuerpo y "mente" de los hombres? Habremos cumplido el objetivo de este ensayo si, al final de todo, contemplamos algún horizonte al que dirigir nuestra miradas para emprender la difícil tarea de pensar nuestro presente.
El término “intelectual” es un término claramente moderno acuñado en el siglo XIX, pero que aún en nuestros días sigue resultando bastante ambiguo. ¿A qué debemos esta ambigüedad? Uno de los motivos de debate, por ejemplo, se da en referencia con las Instituciones y al pensamiento dominante, Nos vale distinguir entre estos esquemas dos clasificaciones; la primera señala que un “intelectual en el sentido fuerte” remite a un hombre que no sólo está inmiscuido en alguna labor del pensamiento, sino que además se dedica a la transmisión de sus investigaciones y que además generalmente es un magister en alguna escuela de la época. El sentido “débil” se utilizará para aquellos que también se sirven del conocimiento como medio de trabajo, pero carecen de roles preestablecidos siendo más bien indiferentes a sus fines. La segunda clasificación (Gramsci) distingue entre los intelectuales “orgánicos”, que están al servicio de las ideologías e instituciones dominantes, y los intelectuales “críticos” que se rebelan ante ellas.
Jacques Le Goff, fue el primero en utilizar este término para el estudio de cierto tipo de personaje habitante de la Edad Media apoyándose en el esquema gramsciano de la oposición entre el intelectual “orgánico” y el “crítico”. Le Goff creyó poder determinar para uno y otro, al menos en este periodo, unos contornos bien definidos o al menos más claros que los que rodean a esta figura en la actualidad: en la Edad Media el intelectual sería el maestro de escuela, quien tuviese por oficio pensar y enseñar su pensamiento. Según esta perspectiva, el intelectual habría estado siempre muy seguro de sí mismo, pues su caracterización habría sido otorgada por la enseñanza; sabio, profesor y pensador de oficio, él mismo se denominaba philosophus, en lugar de utilizar la entonces común palabra clérigo. Este intelectual habría sido al mismo tiempo expresión viva del humanismo cristiano de los siglos XII y XV.
Si los personajes concretos a los que remitiremos utilizaban expresamente la palabra filósofo, ¿por qué denominarlos intelectuales? Le Goff hace la distinción filósofos/intelectuales con tal de distinguir a los segundos de otros personajes referenciales en la Edad Media, los seguidores de Aristóteles, el Filósofo con F. ¿Por qué no denominarlos humanistas entonces? Porque sería difícil evitar la confusión del "intelectual medieval" con el sabio del Renacimiento, teniendo ambas figuras una significativa distancia. Sin embargo, con su definición tan delimitada, Le Goff acaba dejando fuera de este noble mote a muchos amantes de la sabiduría de esta época: los místicos, los poetas y los cronistas, por ejemplo. Le Goff creyó ver en esta figura del pensamiento una figura “bien definida sociológicamente”, y con esta prístina demarcación sociológica-estructural e histórica se justificaba para utilizar el término. A pesar de que, según su propia definición, la convergencia de los tan llamados intelectuales fuera sólo en torno a la vida académica, Le Goff aventura también como característicos ciertos rasgos de personalidad, para él inclinados a convertirse en manías o hábitos muy arraigados: el exceso de raciocinio, de sequedad o de crítica que hacían de nuestros intelectuales destructores de sistemas, personajes como Santo Tomás, san Buenaventura o Siger de Bravante.
El libro entero de Le Goff, Los intelectuales en la Edad Media, es un intento por retratar la gestación y vida de este tipo de hombres, originados en el seno de las escuelas urbanas del siglo XII y las posteriores universidades; trabajadores del pensamiento, críticos del escolasticismo, opositores al dogmatismo de la Iglesia, reformuladores de los programas de estudio, creadores de muchas cosmovisiones completamente atípicas, de nuevas categorías con las que aprehender el mundo y nuevas éticas. Compartiendo con Le Goff, creemos que el intelectual es uno de los elementos cruciales para explicar los diversos rumbos del desarrollo europeo que se hicieron presentes en el medioevo y que aún continúan permeando nuestras sociedades.
Hasta ahora parece ser que está claro: el intelectual puede definirse junto al nacimiento de la profesionalización de la enseñanza (es decir, podría distanciarse del historiador, del teólogo, del místico... ); pero ¿no es acaso esta definición tan sencilla que podemos acusar al análisis entero de Le Goff por ser en algún modo reduccionista? La preponderancia del marco social pretende dar cuenta por sí mismo de los intercambios dircursivos del saber, de la riqueza de las influencias entre distintas escuelas, del coraje del que tuvieron que inflamarse estos intelectuales para abrirse camino en una sociedad dominada por instituciones que se erigían como las únicas autoridades poseedoras de la verdad, viéndoselas con el desprecio y con acuerdos políticos injustos. Finalmente, pareciera que el mismo Le Goff infravalora el papel de las universidades, descuidando la heterogeneidad de relaciones que florecían entre éstas y los mismos intelectuales que se rebelaban contra ellas. Muchas cosas quedan sin abordar en su estudio, mientras que la complejidad del pensamiento parece querer reducirse únicamente a factores sociológicos como el crecimiento de las ciudades, la división del trabajo y el corporativismo a las nuevas instituciones.
Es cierto que son muchos los temas en los que ahonda el autor o menciona como contexto diario del intelectual, que dichas variables situacionales pueden ser vistas como condiciones de posibilidad para cierto pensamiento. Es cierto que la investigación y el nuevo enfoque de Le Goff dieron paso a una nueva perspectiva sobre las interrelaciones entre el pensamiento y las estructuras sociales, dejando ver una nueva dimensión histórica de la Edad Media y Occidente; pero también es cierto que muchos pensadores de esta época quedaron desestimados por la selección sociológica aparentemente objetiva de Le Goff. La virtud del estudio de este francés recae en la valoración de las relaciones saber-sociedad, pero para nosotros continúa mostrándose un tanto raquítico. Lo que trataremos posteriormente será polemizar, con la ayuda de autores del presente, y minar esa distinción entre intelectual y no-intelectual que ya no resulta ser tan clara ni en la Edad Media como se presumía; y en esta tarea veremos como poco a poco la misma Edad Media y las interecciones que se despredieron de ella parecen volverse más complejas.
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